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Cenizas y puños de la memoria

ENVIADO POR EL EDITOR EL Lunes, 19/05/2025 - 17:26:00 PM

Álvaro Angoa*

 

Mariel, mujer de trabajo, tiene seis hermanos y una hermana. Sus padres, ya muy avejentados por el trabajo y la mala alimentación, sólo cuentan con sus manos y su fuerza física para trabajar; su padre es peón en una ladrillera; su madre, muy cansada, todavía se alquila en la cosecha de cacahuate; sus tres hermanos mayores cuidan chivos y borregos para un señor que cría y vende estos animales; los dos hermanos más chicos hacen mandados para las gentes, y, cuando se presenta la oportunidad, cargan y descargan los camiones con mercancías que llegan o se van del pueblo; Mariel y su hermana trabajan atendiendo un molino de nixtamal y haciendo tortillas. Así es como van haciendo su vida en el pueblo. A las cinco de la mañana, Mariel y su hermana se levantan para abrir el molino y empezar a “tortillar”; su jornada termina hasta que llega la noche. Regresan a su casa impregnadas de un fuerte olor a humo y con las manos rojas, adoloridas e inflamadas. Apenas cenan algo antes de tender su petate en el suelo para dormir. Viendo el fogón, Mariel se va quedando dormida.

 

Así transcurrió la vida de Mariel hasta que un día, a los tantos años de cansancio y con un dolor continuo en la espalda, decidió irse de su pueblo sin avisar a nadie. Con el tiempo, el dolor en la espalda se le quitó, pero el dolor de haberse separado de su familia nuca se le fue, siempre la siguió. Pobreza, trabajos extenuantes y una perspectiva de vida que sólo incluía trabajo y más trabajo conformaban todo un cuadro de carencias que la hizo salir de su comunidad para buscar mejores condiciones materiales de subsistencia.

 

Era claro que Mariel era una de los cientos de miles de mujeres que se encontraban en una situación clara de pobreza, abandono educativo, cultural y social, olvidadas e invisibilizadas por las instituciones, frente a un gobierno en que imperan la corrupción y la delincuencia. Todos esos elementos se combinaron para que Mariel cayera ante uno de los cientos o quizás miles de tratantes, en algunos casos perfectamente conocidos, en pueblos como Tenancingo, Tlaxcala.

 

El primer lugar a donde llegó fue a la ciudad de Puebla. Ahí encontró trabajo con un matrimonio de edad avanzada; las labores consistían en asear las habitaciones, que tenían piso de madera; también atendía a la pareja de ancianos y un jardín que limpiaba, regaba y podaba diariamente.

 

Un día, en el mercado 28 de octubre, la abordó Jesús Zenteno, a quien después llamó “Jesús de la chingada”. Un poblano entrado en los 40 años, que se tapaba la mugre del alma con perfumes fuertes y un hablar y hablar, con lo que sedujo a Mariel y a otras mujeres. Mariel estaba por cumplir los 17 años cuando se fue a vivir con este hombre. Lo primero que hizo Jesús fue comprarle unas cremas para que, según él, se le compusieran sus manos toscas; luego la llevó a que le cortaran el cabello; también le compró unos vestidos muy cortos y que le apretaban el cuerpo.

 

A las pocas semanas de estar viviendo juntos, Mariel se dio cuenta de que el sujeto era un costal de mentiras y tenía intenciones nefastas. Desde el primer día, la trató con violencia física y emocional.

 

En realidad, Jesús era un tratante de mujeres, de esos que llaman “padrotes”. En cuanto tuvo en su poder a la joven, comenzó a aislarla de las personas con que ella se relacionaba. Le hizo sentir que no valía nada ni era nadie. El tratante usaba estos mecanismos para formar en Mariel un carácter sumiso y débil, con lo cual tendría más control sobre ella y garantizaría su silencio ante cualquier delito; con la voluntad sometida de Mariel, Jesús se sentía seguro. A la violencia física se sumaban la emocional y el chantaje. En ciertos momentos, el sujeto actuaba con aparente generosidad y compasión; aparentaba ser duro, pero no malo. Esto confundía a Mariel y le impedía ver claramente la violencia de que estaba siendo objeto.

 

Los días más negros en la vida de Mariel llegaron cuando fue obligada a integrarse a una actividad que desde hace años está perfectamente organizada y traspasa fronteras. Jesús la obligó a prostituirse, primero en un bar de Cholula; meses después la trasladó a la Ciudad de México para ponerla a trabajar en La Merced. Como ella no quería trabajar en la calle, el sujeto la golpeó brutalmente. Ese día, la joven perdió su primer diente, y desde entonces nombró al tratante “Jesús de la chingada”.

 

En La Merced, conoció a otros hombres como Jesús, quienes daban rondines en carros vigilando a las mujeres que tenían trabajando. Andaban sin miedo por la zona, pues tenían arreglos con delegados y funcionarios; se emborrachaban y drogaban con los ladrones y mafiosos del lugar. Poco a poco, Mariel fue conociendo a más mujeres que, como ella, fueron enganchadas. Todas eran mujeres con mucha soledad. Pasaba varias horas recargada en los aparadores de los comercios, otras frente a un hotel; en el alambrado de la avenida Circunvalación no le gustaba pararse: ahí se sentía como un animal colgado.

 

De La Merced ya no se movió, sólo se cambiaba de calle para tratar de atraer más clientes. Allí conoció a diferentes grupos de prostitutas, las organizadas y las no organizadas. Convivió con muchos inmigrantes en busca de trabajo; vagabundos que vivían en la calle; evadía a los carteristas, chineros y a rateros que asaltan a la gente con cuchillos, navajas y picahielos. Vio que la autoridad en este lugar está en manos de funcionarios corruptos, sometidos a líderes y grupos mafiosos. Que gran parte de la gente que vive aquí está en precariedad; que los negocios ilegales crecen muy rápido; que los funcionarios tienen a los delincuentes por “personas respetables”.

 

Cuando Mariel llegó a La Merced el crimen era fuerte, pero no tanto como en los últimos años, en que los grupos que roban a los transeúntes están coludidos con un mundo de funcionarios; en que la policía no trabaja para la comunidad, sino para cuidar las ganancias de las mafias, porque ahí están las grandes mochadas. Y a personas como Mariel, que trabajan en la prostitución, las mantienen siempre controladas e intimidadas.

 

Conforme fueron llegando más años a su vida y fue conociendo a más compañeras y personas, comprendió que la pobreza, la violencia, el olvido, son elementos intrínsecos de la prostitución y la trata de mujeres. Las mujeres pobres son las principales víctimas de esta actividad. En el mundo, la mujer vive una situación muy difícil: los tratantes tenían conexiones en otros países, principalmente en los Estados Unidos; las mujeres que traficaban ya no eran sólo de México, sino de otros países, como dos amigas suyas que eran de Guatemala, y con las que trabajaba en un bar allá en Cholula, hasta que se las llevaron para Nueva York.

 

Cuando platicaba de todo esto, Mariel, quizá sin proponérselo, confirmaba las cifras y datos que la estadística ha recogido: de 1990 a 2010, el número de personas pobres en el mundo era de doscientos millones, según la Organización de las Naciones Unidas. En 2010, había tan sólo 338 personas que acumulaban la mitad de la riqueza del mundo, y para 2015 el número se redujo a 62 personas. El resultado de estas cifras se traduce en menores oportunidades de educación, salud y servicios básicos en general para miles de millones de personas en el mundo, entre las que se encontraba ella.

 

Así se le fueron juntando los días, luego le pasaron encima las semanas y los años se hicieron más cortos. Todos los días cubría el color natural de su piel con maquillaje. No faltó el día en que se peleó con una mujer por el lugar de trabajo; también acumuló zapatillas de varios modelos y, al final del día, cuando las calles quedaban vacías, caminaba rápido y ligerito para no hacer ruido, tratando de hacerse invisible para no ser víctima de algún robo o ataque. Paradójicamente, en la vida diaria, mientras más invisible se hacía, más violencia recibía.

 

Poco a poco la zona se fue jodiendo más. En estas jodideces perdió cuatro dientes: uno que le tiró “Jesús de la chingada” por negarse a ir a trabajar; otro que le arrancó un botellazo en una pelea con una mujer que reclamaba la exclusividad de su punto de trabajo; y dos más que le tumbaron unos mafiosos por no querer pagar una cuota que le pedían para dejarla trabajar en Circunvalación. Ese día, los tres sujetos, además de robarla, la golpearon hasta dejarla tirada frente a un negocio de caldos de gallina. Ese fue un sábado de mucha lluvia; sus compañeras llegaron a levantarla cuando todavía estaba respirando su propia sangre, que le resbalaba hacia los labios. La reanimaron con un trapo mojado en alcohol y luego la llevaron con un doctor; pensaban que se iba a morir. El médico le abrió la boca y vio que sus dientes estaban casi sueltos; le dijo que ya no se podía hacer nada por ellos. Como le dolía todo el cuerpo, Mariel pensaba que tenía todos los huesos rotos; por fortuna no fue así. Le lavaron los golpes y le dieron unos desinflamatorios y pastillas para el dolor.

 

En lugar de atemorizarla, los golpes que recibió la despertaron. Le dijo a una de sus amigas que los chingadazos se borran, pero el miedo se te va metiendo profundo, y ella ya no quería que le volvieran a meter más miedo; que, si le iban a partir la madre, era porque se estaría defendiendo y no porque la vieran con miedo.

 

Buscó a las mujeres que en alguna ocasión la habían invitado a organizarse para defenderse de los padrotes, rateros, funcionarios y de los desequilibrados que las golpeaban en el interior de los hoteles. Mucho tiempo se negó a aceptar la invitación, porque pensaba que “Jesús de la chingada” era su marido, no su padrote o explotador; y porque le tenía miedo a Jesús cuando le decía que “no se metiera en las broncas de esas culeras”. Después de la golpiza, que la tuvo varios días en reposo, ya no se le calmó el hervor de la sangre; pensaba que, si no hacía algo, iba a estallar como pólvora. Cuando regresó a trabajar, primero se fue a presentar con sus compañeras organizadas. “Voy a cumplir 21 años, llevo dos de ser puta, y ya no me voy a dejar de nadie”, les dijo.

 

Las compañeras del grupo le preguntaron si había ido a la escuela, ella les dijo que ni siquiera la conocía, que si sabía contar, era porque aprendió donde hacía y vendía tortillas. Le propusieron asistir a la escuela; ella se entusiasmó y asistió a sus clases de primaria, así como a todo taller que se organizara. No sólo aprendía a leer y a escribir, también aprendió a defenderse y a hacer respetar sus derechos; supo que la trata de mujeres era algo que tenían que combatir entre ellas; aprendió a cuidar mejor su salud, a verse como una mujer con valor, a que se le respetara. Y un día, a rajatabla, le dijo a “Jesús de la chingada” que pondría una denuncia en su contra por explotarla, que le iba a cobrar todos los daños que le había causado. Después de esa discusión, a “Jesús de la chingada” se lo tragó la tierra.

 

Luego de que Jesús huyó, Mariel se fue del cuarto donde vivían; mientras encontraba otro lugar donde rentar, vivió en el hotel donde trabajaba. También compró algunas cosas y se fue a visitar a su familia: cuatro años tenía ya de no ver la sierra poblana. Al llegar a ese paisaje marrón y pedregoso, lo primero que hizo fue llenar sus pulmones de ese buen aire donde creció. Su perro Chapulín salió a recibirla con un baile de brincos, levantando el polvo seco con sus patas. Su madre la recibió con un duro “Demoraste un poco en volver, ¿no, Catalina?” Pasado este recibimiento, se puso al día de las cosas. Le dolió mucho saber que su padre tenía casi un año de haber fallecido. Su madre ahora trabajaba limpiando pollos; cuatro de sus hermanos se habían ido para los Estados Unidos; el más chico se había juntado y trabajaba en la extracción de sal. Su hermana tenía un niño y seguía en el molino de nixtamal. Ella no dijo nada de su vida, sólo miró el cielo que tenía encima, cerró la boca y se guardó en sus ojos ese paisaje de pocas casas para llevárselo como recuerdo.

 

Regresó a la ciudad envuelta en bendiciones y palabras de amor de su madre. Antes de irse, le puso algo de dinero en su delantal, le dio un abrazo largo a sus hermanos a modo de despedida y regresó por el mismo camino que había tomado la primera vez que salió del pueblo. Antes de bajar la loma y ver desaparecer su casa, recogió algunos puños de tierra que puso en una bolsa. “Por si ya no regreso, aquí me llevo a mi madre y a mi carne”, dijo.

 

El lunes acudió a sus clases de primaria en la Casa Talavera de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, que está en la plaza de La Aguilita; ahí, la directora Emma Messeguer, con toda claridad y respeto para su grupo, les facilitaba las instalaciones para que organizaran sus clases y diferentes actividades más. Al terminar la clase, le platicó a uno de sus maestros que había ido a su rancho; sonriente, le mostró la bolsa de tierra; dijo que como él seguido les hablaba de la importancia y valor de la memoria, ella se había traído unos puños de tierra: “Aquí está parte de mi memoria, donde de niña anduve pisando. Esta tierra, estos puños de tierra tienen las más bonitas marcas de mi vida. Se la traje para que me la guarde”. A la pregunta de por qué quería que le guardara sus puños de memoria, ella respondió: “Ahorita estoy viviendo en el hotel donde me ocupo, y no quiero que vayan a pensar que es basura o que estoy haciendo brujería y me la vayan a tirar; y porque no quiero perder mi tierra por si ya no regreso a mi pueblo. Esta tierra tiene la vida de mi familia y mi memoria de lo que realmente soy”.

 

Catalina, quien se cambió el nombre por el de Mariel, aprendió a leer y a escribir muy rápido: sus dedos dejaron de ponerse tiesos al tomar el lápiz. El maestro recuerda que, en la segunda semana de clases, ella llegó con tremendo paquete de 500 hojas blancas; para que le alcanzara, dijo, porque se equivocaba mucho. El paquete le duró poco, pues sus compañeras siempre le pedían hojas para practicar.

 

Entre sus compañeras, Mariel se ganó el apodo de “La secre”, pues una vez que supo leer y escribir, ya no paró de ayudar. Lo primero que hizo fue transformar el revoltijo de nombres del grupo en una lista con orden alfabético; hizo una lista de sus compañeras de primaria y otra de las de secundaria. Elaboró cartulinas con denuncias, que se colocaban en la ofrenda con la que cada año recuerdan a sus compañeras difuntas en el Día de Muertos. Organizó a sus compañeras por grupos, repartía tareas a realizar durante la ofrenda; además, elaboraba el largo listado de cosas que se requerían para la ofrenda. Esta ofrenda, que en 1992 comenzaron a instalar en la calle, es muy importante para ellas, pues tiene una carga de reclamo político, de poder simbólico, de organización comunitaria y cultural, algo tan sustancial para ellas como lo económico y social.

 

Sus compañeras de más edad y con más tiempo trabajando en la zona le platicaron que, por allá de 1985, comenzaron a organizarse ante las extorsiones de policías y funcionarios. Después, comenzaron a denunciar el enganchamiento de mujeres que hacían los padrotes; también lo hicieron para cuidarse del sida, ante los contagios que entonces había. Estaban muy preocupadas porque el secuestro de mujeres para la trata “no tiene llenadero”. Mariel ya lo había vivido y también veía cómo las extorsiones, los asesinatos y las intimidaciones, junto con el consumo de alcohol y droga entre las mujeres, cada vez se hacían más descontrolados; no se diga las peleas de grupos por el control de las zonas. Oponerse a todo esto les estaba acarreando la persecución de las autoridades, que sólo querían maquillar su propia complicidad con la delincuencia: fueron criminalizadas como si ellas fueran la causa de que existiera la prostitución. Así pasaban de ser víctimas a chivos expiatorios.

 

Cada día, el trato que recibían de las autoridades era más violento, ya no reclamaban sólo que se les entregara el cuerpo de alguna compañera asesinada o la liberación de alguna mujer detenida para ser extorsionada. Ahora pedían justicia, el procesamiento de los funcionarios corruptos que servían a los padrotes tratantes. Acompañaban sus acciones con denuncias y exposición pública de los abusos que sufrían. A la postre, esto provocó operativos policiales en contra de las mujeres, alegando que existían denuncias contra alguna de ellas por “delincuencia organizada”. Se argüía que se reunían en la calle y en el hotel para planear actos delictivos. Bien sabían los perseguidores que esas reuniones eran para organizar sus actividades educativas, culturales y de información.

 

Entonces los operativos se implementaban como purgas para destruir la respuesta política de estas mujeres y así mantenerlas invisibles y marginalizadas. Criminalizándolas, pretendían disimular la impunidad de policías y funcionarios. Mientras tanto, por otro lado, la verdadera delincuencia andaba “como Juan por su casa”, sobornando a la policía. La intimidación-represión estatal también tenía el propósito de inhibir sus procesos organizativos y formas de respuesta a su condición de explotadas; les quitaba la voz. Los canales oficialistas de información sólo pregonaban el discurso de los funcionarios, legisladores y legisladoras, como las únicas salvaguardas autorizadas de la sociedad. Así, mientras a ellas las sumían cada vez más en el silencio, los funcionarios y policía se volvían los “defensores del bien” en los escaparates mediáticos.

 

En uno de los últimos operativos que se llevaron a cabo, detuvieron a varias mujeres, les quitaron sus pertenencias y sus teléfonos desaparecieron; las intimidaron preguntándoles por su familia e hijos, mientras las insultaban a voces de “pinche india bajada del cerro”. Cerraron los hoteles donde solían ejercer su ocupación, lo que las obligó a llevar a sus clientes a hoteles más lejanos. Aprovechando la situación, estos hoteleros les cobraban el doble. Pronto empezaron a padecer constantes robos; perdían de todo. Al no haber hotel con renta permanente, con cuartos para descansar, cargaban todo el tiempo con su mochila, donde llevaban ropa y pertenencias. Por lo mismo, muchas se fueron a trabajar a otras zonas de la ciudad, como Tlalpan, la Central de Abasto o hasta el Estado de México.

 

Mientras la violencia en la zona seguía creciendo y la disputa por el control de los espacios se hacía más agresiva, lo que antes se daba de manera aislada o individualizada se fue concentrando en grupos organizados. Los padrotes formaron relaciones dentro y fuera de la policía, en la Ciudad de México y en los estados. Algunos padrotes incursionaban en la política y hasta presidentes municipales resultaron. Envalentonados, se volvieron más violentos. La trata, ya una problemática compleja, crecía desmesuradamente.

 

Ante tan preocupantes transformaciones, Mariel propuso hacer una carpeta con datos de cada una de las mujeres que estaban organizadas, y de aquellas que no estaban en su grupo, pero que quisieran registrarse. Ya era muy común que se presentaran ante ellas personas buscando a su hija, sobrina o conocida que estaba desaparecida. Con esta carpeta sería más fácil identificar si buscaban a alguien de ahí y también evitaban que hubiera menores de edad. En cuanto a su seguridad, hicieron grupos de WhatsApp para que cuando alguna no se presentara a trabajar supieran de ella y, si no contestaba, la fueran a visitar a su casa.

 

Con los hoteles cerrados, cada vez resultaba más complicado ganar algo de dinero. Entonces un grupo de siete mujeres se reunió en el parque a un lado del metro Pino Suárez. Rocío, una de ellas, las había convocado. “Como ustedes ya lo saben, esto está bien jodido, y los hoteles no tienen para cuándo los abran. Por eso se me ocurrió que podíamos hacer comida para vender, ¿cómo ven?”, les preguntó. La plática duró largo tiempo, porque hubo dudas y cálculos, hasta que llegaron al acuerdo de que prepararían la comida en casa de “la Peque”, quien rentaba un pequeño departamento en la calle de Mesones.

 

Empezaron a trabajar con dos parrillas y un refrigerador prestado; ollas, cazuelas, cuchillos y chucharas igualmente prestadas. Hicieron cooperación para la compra de aceite, verdura, fruta, arroz, platos de unicel y colaboraron para la renta del departamento. No hubo cuota fija, era con lo que cada quien pudiera aportar. En cuanto la habilidad para cocinar y la sazón, eso ya lo tenían.

 

Las primeras semanas fueron de pérdidas, no vendían casi nada; mucha de la comida se la llevaban a su casa, y cada día se sentían más jodidas que antes. Mariel le ponía muchas ganas para que no se desanimaran sus compañeras, iba con todos sus conocidos a vender sus comidas, se metía a todos los comercios para ofrecerles su servicio de comida. Como a los seis meses ya tenían muchos clientes, ahora sí veían algo de ganancias. Cada día, cuatro mujeres cocinaban y tres salían a repartir las comidas, pero hasta ahí las persiguió la extorsión. A Taily unos policías se la llevaron al Juzgado Cívico que está cerca de la plaza del Estudiante; decían que la remitieron por estar vendiendo en la vía pública. La multa fue de 800 pesos, de nada valieron las explicaciones de que ella no estaba vendiendo sino sólo iba a entregar unas comidas a los comerciantes en sus locales. Nada de eso contó, les cobraron los 800 pesos de multa y no les devolvieron las 13 comidas, que con un precio de 40 pesos cada una, sumaban 520 pesos más que perdían.

 

La demanda de comidas se incrementó haciendo que más compañeras se sumaran a la preparación y reparto. Ahora se les presentó otro problema: diversificar los menús de cada día. El maestro que les daba las clases les sugirió que vieran recetas en internet. Emprender esta tarea no se les complicó, pues tiempo atrás habían organizado un curso de computación en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Isaías González, del área de Difusión Cultural, les facilitó el espacio y proporcionó materiales para que lo llevaran a cabo. Ahora ese curso tenía su aplicación, pues consultaban recetas en la red y hacían los menús que repartían entre sus clientes.

 

La venta de comida contagió a otras mujeres, y se empezaron a sumar más compañeras, lo que llevó a replicar la idea en lugares tan lejanos como Chalco, donde viven muchas mujeres que vienen a trabajar a La Merced. Otras también lo hicieron en Puebla, causando que la presencia de mujeres en la calle de San Pablo descendiera considerablemente. No es que abandonaran por completo el ejercicio de la prostitución, sino que lo combinaban: unos días vendían comidas y otros vendían su cuerpo en las calles. Quienes por necesidad buscaban obtener más recursos, terminando la faena culinaria, se iban a la calle de San Pablo a seguir trabajando.

 

Acordaron no hablar de lo que estaban haciendo; de lo contrario, pronto iban a aparecer quienes quisieran entrevistar a “las putas que estaban haciendo comidas”, y no querían parecer animales de circo en exhibición. Esto era comprensible porque ningún grupo o institución les donaba algo sin tomarles fotos, lo cual las incomodaba y podía comprometerlas a otras cosas que no les interesaban ni les beneficiaban.

 

Mariel comenzó a tener otra vez un papel muy relevante. En una vieja computadora que les regaló su profesor, organizó una lista de quienes pedían comida, de los que pagaban a la semana o a la quincena; de quienes necesitaban algo especial porque no podían comer tal o cual cosa; también propuso que compraran un teléfono, para que a ese número les pidieran comida o preguntaran por el menú del día.

 

Estando en estas nuevas tareas, apareció la pandemia de covid-19. Llevaban tres años y algunos meses de combinar su negocio de comida con el de trabajo sexual; sin embargo, con la pandemia cerraron todos los negocios y las plazas comerciales; el centro de la ciudad se vació. Hicieron una reunión con todas las compañeras, para ver de qué forma se cuidarían de esa enfermedad. Se acordó que no fueran a trabajar porque podían contagiarse por algún cliente; entre ellas estaba Mariel, pero cuando se quedó sin dinero, salió a trabajar. Procuró cuidarse cubriéndose la cara con tapabocas y enjuagándose las manos continuamente con agua y cloro que llevaba en una botella de plástico.

 

Los días fueron pasando. Mariel y otras mujeres más se arriesgaban a trabajar en medio de la pandemia. Uno de esos días de apremio en que tenía que pagar la renta, Mariel llegó muy temprano a trabajar, a las siete de la mañana. Celina, su amiga más cercana, ya se encontraba parada en espera de algún cliente. Pasaron las horas sin actividad; sin comer y después de estar casi diez horas parada, a Mariel ya le dolían los pies tremendamente. Diez horas a la espera y ningún trato había hecho. Su amiga estaba en las mismas. Trabajar en estas condiciones es como malgastar el día porque no ganas nada, dijo Celina. “Sólo los malandros andan como si nada”, le respondió Mariel, al ver pasar a un sujeto con una pistola que se le dibujaba debajo de la playera. Luego, en tono desganado y como si estuviera diciendo algo en secreto, le dijo a Celina:

 

Pinche vida que se mide en tener y no tener: tienes dinero o no tienes dinero, tienes trabajo o no tienes trabajo, tienes estudios o no tienes estudios, tienes casa o no tienes casa, tienes hijos o no tienes hijos, tienes para la renta o no tienes, tienes para comer o no tienes, tienes face o no tienes face. En realidad, deberíamos fijarnos en si como personas tenemos madre o tenemos poca madre.

 

Te conté, Celi, que cuando me fui a vivir con el Jesús, todavía ni lo conocía bien, y casi toda la conversación que tenía conmigo era para ofenderme. El día que le pregunté por qué se había fijado en mí, respondió ¡que por humilde y obediente! Pendejo.

 

Después de estar largo rato platicando con su amiga, Mariel se fue a sentar a una jardinera, Celina vio cómo se acomodó el pelo, luego bajó la cabeza y su largo cabello le tapó la cara. Pensó que algo le estaba pasando a Mariel, que le daba mucho por pensar en lo malos que están estos tiempos, y pensar así es sufrir.

 

El cansancio fuerte le había comenzado hacia el mediodía; como éste no se le quitaba, primero se fue a recargar a un árbol, lo que le ayudó un poco con su cansancio; pero luego le entró un escalofrío. Mariel no dijo nada de esto a Celina, pero su amiga notaba que algo le pasaba, que así no era ella; sin llegar a ser parlanchina, no solía quedarse mucho tiempo callada.

 

Celina se acercó dos veces para preguntarle si se sentía mal. “La Mariel me respondió, como siempre, con sus dichos”, que a Celina a veces le daban risa y otras la dejaban callada; “me siento mal desde hace mucho tiempo, Celi, de pronto siento que a las mujeres nos tratan como vacas: en el día nos sacan a pastar para que en la noche nos ordeñen”. “Es cierto”, le respondió Celina...

 

Así nos ven los pinches hombres, no más nos ven con ojos de patrón que tiene sirvienta para todo; nunca ven lo que haces o piensas, sólo cuando ven lo que no haces...

 

En la noche, ya cuando íbamos en el camión, yo hacía bromas, decía que nomás nos fuimos a parar a lo pendejo, que ni un trato nos habíamos hecho. Mariel, entre que me hacía caso y no. Yo me bajé en Los Reyes y Mariel siguió hasta Chalco. Llegando a mi cuarto no sabía qué pensar, qué sentir... sólo me recliné en la silla y apreté mi pecho, pedí que ojalá no me hubiera pasado nada ese día. Mis compañeras más grandes me decían que estamos viendo lo que a ellas nunca les había tocado ver. Y mientras calentaba agua para prepararme un café, pensé en Mariel; pensé si tenía todavía cosas para comer. Abrí mi alacena, pero qué le podía dar, apenas tenía yo una bolsa de frijoles y media de arroz.

 

Acostada en mi cama de tablas, seguía pensando en Mariel, la había yo visto como triste; quienes la conocían bien ya me habían dicho que su vida fue muy dura, que la ha pasado muy difícil; que cuando se fue de su pueblo tuvo que andar dos días y varios kilómetros a través del cerro; que cada paso que daba le dolía mucho, porque sus zapatos se los había dejado a su hermana. No se quiso ir por el camino bueno, porque cada que iba por ahí, se encontraba con algunos pendejos que le gritaban ‘india’, esas cosas y otras circunstancias que le pasaron en ese camino la hicieron irse por las veredas del cerro.

 

Al otro día, muy temprano, Celina llamó por teléfono a Mariel para ver cómo estaba. Ella dijo que se sentía mal, que le dolía mucho la cabeza. Celina se asustó y la fue a visitar. La encontró recostada y tiritando de frío; aunque ardía en calentura, la ayudó a vestirse y la llevó al médico. Ahí la diagnosticaron: covid.

 

Estuvo cuatro días luchando contra esa fea enfermedad; todos sus amigos queríamos que se aliviara, que aguantara, pero su vida ya no aguantaba, ya no aguantaba lo que queríamos, que aguantara más. En el quinto día, su corazón se paró, sus pulmones dejaron de respirar a causa del covid; se había ido. Su partida me dolió profundamente, como a todas las compañeras y amigas que la conocimos. Todas nos sentíamos deudas, en medio del dolor por su muerte. Yo me quedé aislada 15 días, mis compañeras se turnaban para llevarme comida. A Taily le tocó recoger las cenizas de Mariel. No hubo velorio, ni rezos, como teníamos la costumbre de hacer con cada compañera que fallecía. Después de mi aislamiento, fui a comprar una pequeña caja blanca, ahí las compañeras de trabajo le escribimos mensajes de despedida, recuerdos y pensamientos; el maestro llevó la tierra de su terruño que Mariel le dio a guardar.

 

La caja con sus cenizas la pusimos sobre los puños de tierra que había traído de su pueblo, “de su rancho”, como ella le decía. Las cenizas se quedaron en mi casa; las chavas dijeron “que sea Celina quien guarde mientras las cenizas, ya luego que pase la pandemia las llevamos a su pueblo, para que descanse junto a su papá”.

 

Taily comentó mientras prendía una de las últimas veladoras a las cenizas y a los puños de tierra, que son parte de la memoria de Mariel:

 

Cuando vi sus cenizas, sabía que no había consolación de ninguna clase, por eso acordamos cambiarle la caja café que nos dieron por una blanca. Mariel nunca fue oscura, siempre fue transparente. Y más que hacer su cuerpo cenizas, yo la hubiera querido cargar completa hasta el panteón de su poblado indio, porque ella decía que un día regresaría a su poblado indio. Hubiera yo querido llevarla y despedirla en el panteón de su pueblo, y enterrarla como enterramos los indios, porque yo también soy india. Que descanse en una caja que con el tiempo se vuelva polvo. Y no lloro, porque ella no era de llorar, ella era de trabajo y de entusiasmo. Y estoy segura de que el coronavirus es un macho, porque sólo los machos son capaces de hacer tanto daño...

 

 “Oye, tienes que decir algo por la memoria de Mariel. Tienen que saber que también hay compañeras que mueren por covid”. Palabras de Yajaira.

 

En memoria de Catalina (Mariel), mujer sexoservidora de La Merced.

 

Epilogo

El relato es parte de una investigación de casi 30 años con mujeres sexoservidoras que trabajan en las calles de la zona de La Merced, Ciudad de México. Este trabajo, iniciado en el año de 1989, me llevó a entender un mundo de violencias y explotación, donde padrote y tratantes delinquen y operan desde lo invisible, pero con consecuencias muy visibles, que pasan por infligir lesiones de por vida a las mujeres, el maltrato psicológico, así como invitándolas u obligándolas a ingerir algún tipo de droga.

 

La idea del texto no era hacer una denuncia; sin embargo, no podía evitarse. Lo que pasó y vivió Mariel tampoco era un gran secreto que debía ser desenterrado, era un presente de lo que cotidianamente había vivido, por eso el duelo que transitaron sus compañeras se convirtió en un espacio de la memoria.

 

La experiencia de vida expone plenamente lo complejo de un fenómeno como es el de la prostitución femenina en un lugar como La Merced. El texto precisa la experiencia de vida de una mujer que formó parte de un grupo amplio y organizado. La singularidad del testimonio es que se desarrolla en el marco de una situación límite y traumática, que bien pudo no hablarse y sólo haber pasado como un deceso más en las estadísticas que enumeran los daños provocados por la pandemia de covid-19.

 

Mariel es una huella que nos revela ese mundo velado, poco visible en muchos aspectos; las huellas en el relato están presentes por momentos en forma individual y en otros de forma grupal. Estas huellas son indicios claros de un material de memoria de su quehacer cotidiano, con su pensar y actuar evitan que se quede en el puro testimonio, así lo muestra el conjunto de logros que han alcanzado en estos más de 30 años de trabajo entre ellas.

 

Aunque aún es muy fuerte el estigma con el que se les percibe por encontrarse en una situación de prostitución, el testimonio también lo es. Ellas han trabajado arduamente porque ya no están dispuestas a caminar de puntitas por el miedo a ser vistas con recelo, golpeadas, físicamente por los explotadores, y moralmente por las autoridades; ahora cada vez ocultan menos su pensamiento, su presencia, su memoria.

 

El proceso de organización y toma de conciencia del grupo de estas mujeres ha tenido un papel fundamental en la exposición pública de la explotación sexual en la que viven. En el tiempo que he trabajado con este grupo de sexoservidoras he sido testigo de diversas problemáticas con las que tienen que lidiar: el abandono de la familia y del Estado, la forma como han ido creciendo, organizándose y enfrentando las adversidades en lo individual y como colectivo.

 

La presencia de su voz llana y directa, que maldice y mienta madres, a muchos puede parecerle toda una insolencia, porque todavía persiste el fetiche de que una mujer es más bonita callada, que no tiene ideas propias ni futuro fuera del control masculino, lo anterior reafirma la inequidad entre hombres y mujeres y al patriarcado.

 

Ellas saben, por experiencia propia, que detrás de la prostitución femenina existe toda una industria económica que genera grandes cantidades de dinero que no las beneficia. Saben de la red de corrupción policial y política que se entiende con los tratantes, y son favorecidos por la ley.

 

La prostitución es el tercer negocio que genera más ganancias en todo el mundo, solo superado por el tráfico de drogas y armas; por ello, a estas mujeres les es difícil pensar y creer que la legalización de la prostitución les traería beneficios reales, ellas consideran que sería tanto como legalizar la explotación y la pobreza.

 

  
Fotografía: © Álvaro Angoa.

 

  
Fotografía: © Álvaro Angoa.

 


Fotografía: © Álvaro Angoa.

 


Fotografía: © Álvaro Angoa.

 


Fotografía: © Álvaro Angoa. 

 

* Antropólogo por la ENAH y activista por los derechos de las trabajadoras sexuales.