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De personajes que parecen inalcanzables

ENVIADO POR EL EDITOR EL Lunes, 19/05/2025 - 17:23:00 PM

Ricardo Pérez Montfort, Disparos, plata y celuloide. Historia, cine y fotografía, México, Penguin Random House, 2023.


Rebeca Monroy Nasr*

 

Esta obra corresponde en gran medida a la producción más reciente del investigador Ricardo Pérez Montfort, quien parece haber aprovechado la condición pandémica de los últimos tiempos para poner en orden muchas de sus ideas y presentarlas en un solo libro. Recordemos que en 2023 apareció el tercer volumen, muy amplio y completo, de la biografía de uno de sus personajes históricos favoritos, el general Lázaro Cárdenas; aunado a otro más que ha sido presentado recientemente: Intervalos. Ambientes y música popular durante el inquieto siglo XX mexicano, publicado por el Fondo de Cultura Económica en la colección Breviarios.

 

Disparos, plata y celuloide aúna sus intereses personales y académicos, la fotografía y el cine. Se trata de un enorme recorrido por la imagen en México, que empieza con los primeros fotógrafos del siglo XIX y cierra con la tragedia del incendio de la Cineteca Nacional el 24 de marzo de 1982, una pérdida irreparable de un inmueble y sus contenidos irreverentes, documentales, de cine de ficción, toda una historia derretida por el fuego. Este libro debería llamarse ¡Pero cómo de que no! porque nos revela de manera clara la posibilidad de hacer investigación histórica con fuentes no convencionales.

 

El recuento histórico de la técnica da cuenta de la fotografía como una importante área de estudio intricada sustancialmente a la labor académica en momentos cruciales. El autor identifica los trabajos pioneros relativos a tal factor a lo largo de la historiografía nacional: las luces reveladas por los estudios fotográficos populares y los retratos de políticos, los perfiles decimonónicos de Cruces y Campa, paradigmáticos de su época, los gabinetes dedicados a la “imagen del recuerdo” durante el Segundo Imperio, y la época porfirista con el irredento Romualdo García, con la pulcritud de Hugo Brehme y con Guillermo Kahlo, ese magnífico testigo de nuestra arquitectura. Mención aparte merece la fotografía de la Revolución: el clásico Casasola (toda una familia de fotógrafos), Manuel Ramos, Antonio Garduño, Samuel Tinoco, Sabino Osuna, Heliodoro Gutiérrez y la pléyade de reporteros gráficos que captaron las escenas tan trascendentes de esos años. Además, hacen constante aparición los visitantes extranjeros, científicos y viajeros ilustrados, como aquel C. B. Waite, tan estudiado por Francisco Montellano, Félix Miret, John Kenneth Turner (cuya estancia y labor en México “para convencer a los norteamericanos de que en este país todavía existía la esclavitud” se narra magistralmente) y muchos otros europeos y estadounidenses. Entre los contemporáneos se menciona a John Mraz, Olivier Debroise, Samuel Villela, Claudia Canales, Claudia Negrete, Daniel Escorza y Patricia Massé, por referir algunos.

 

En el apartado sobre cine se revela el hábil método del autor para analizar la imagen móvil. Las tres miradas estadunidenses al cine posrevolucionario, Hart Crane, Paul Strand y Jack Draper, abren un abanico de nociones e identidades, de rupturas, contrastes y continuidades. Como buen historiador, nos brinda una lectura clara y sintética de ese periodo y su influencia, pues la estética de Paul Strand tuvo su herencia iconográfica en la forma de enfocar la cámara fija o móvil de Manuel Álvarez Bravo y Luis Márquez. En el cine de ficción encuentra los estereotipos de la china poblana y el charro, prolongación de los valores porfiristas, y descubre los hilos que se mueven detrás del filme, de la moviola y la edición para acelerar un cambio profundo en la cinematografía nacional. Esto se dio acorde a intereses estatales y particulares, y la riqueza de este análisis va a dotar de sentido las formas que el cine adquirió en los diversos sexenios, las rupturas y continuidades. Destaca el caso de la cinematografía de Paul Strand junto a la música de Silvestre Revueltas en Redes, de Fred Zinnemann (1936), una pieza cinematográfica de gran altura, un parteaguas del cine nacional. Por otro lado, bajo la lente de Jack Draper el cine nacional encontraría la posibilidad de repensar lo indígena, lo mestizo y sus conflictos cotidianos. En tan sólo cinco años Draper fotografió 25 películas con diversos directores y cerró su carrera encuadrando en el escenario a Mario Moreno, Cantinflas.

 

Sigue una disección del “humanismo conservador” en el cine nacional, que deambula entre el folclorismo y la religión, entre el machismo, la tradición masculinizada y el orgullo patriotero. El autor ubica allí el “agotamiento de las mexicanidades en el cine”, proceso por el que turismo y cinematografía darían a conocer, revalorizar y comprender al país desde otro ángulo. La subsecuente labor de jóvenes cineastas como Roberto Baledón, Tito Davison y Benito Alazraki, y de fotógrafos como Luis Márquez, Armando Salas Portugal y Enrique Lira, mostró un país heterogéneo pero igualmente imaginario, “reivindicación, un tanto esencialista y otro tanto mítica del mestizaje”. Por ejemplo, Ánimas Trujano, de Ismael Rodríguez, con Gabriel Figueroa como cinefotógrafo, es considerada un bordado enorme de dislates muy apto, no obstante, para el análisis; el historiador la llama un “crimen cultural”.

 

Es el tercer apartado, el autor analiza “La representación de las drogas” en cuarenta años —1930 a 1970—: el desgaste y deslave del cine nacional. Continuando las campañas posrevolucionarias que denunciaban los males de la droga, el cine enviará mensajes de salud, higiene y pulcritud mental. El autor redirige la mirada hacia ese “monstruo verde” —películas que tocan de la mariguana— y hasta los fumaderos de opio. En esta corriente trabaja el veracruzano Gabriel García Moreno, cuyo largometraje El puño de hierro (1927) retrata los “delitos contra la salud”, o las posteriores Nosotros los pobres y Los olivados, en donde los personajes que gustan de las drogas son pérfidos y deleznables y, por lo general, encuentran fines trágicos. Con gran acierto, Pérez Montfort ubica en esta época (años 40 y 50) el momento en que las drogas sobrepasaron el ámbito de la salud y entraron a la competencia judicial.

 

La siguiente década dominará una novedosa cinematografía que preparó el escenario para una revuelta estudiantil. No era posible que los jóvenes se resignaran a seguir teniendo una bota militar o policiaca en el cuello, sino que buscarían su libertad política, social y sexual también. Las películas antecedieron esos momentos de algidez adolescente o de jóvenes adultos independizados de las familias. Me gustaría entender en ese contexto Patsy, mi amor (1969), de Manuel Michel, y su fracaso ante la crítica a pesar del guion de García Márquez.

 

El costo de la rebeldía, para los jóvenes y el cine, fue alto. Llegaron los tiempos de Echeverría y su hermano Rodolfo en el Banco Cinematográfico, y de José López Portillo y su hermana Margarita, que dotó de horrores y deshonra al cine nacional, con un país deformado a través del artificio de las ficheras, de risa rápida y vacua, de violencia sexual normalizada, un manto de nepotismo que generó obras decadentes como La risa en vacaciones, que más bien se debería llamar La risa se fue de vacaciones. Esa época generó un “cine populachero y pornográfico” (p. 247). Las películas con los hermanos Almada y Lola la trailera parecían predecir el cambio de siglo, marcado por el narcotráfico; sin embargo, en los setenta también florecieron obras disidentes: El castillo de la pureza (1972) y El lugar sin límites (1977), de Arturo Ripstein; El complot mongol (1977), de Antonio Eceiza, que se inspira en la primera novela policiaca del país, escrita por Rafael Bernal; o el cine experimental de los alumnos del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM y el Centro de Capacitación Cinematográfica, en donde Pérez Montfort se formó.

 

Este libro es fundamental para quienes estudian imágenes fijas o móviles, porque da refinadas muestras del quehacer de la historia con el cine y la fotografía, dejando en claro que desde cualquier punto de vista se puede hacer investigación. En los agradecimientos, Pérez Montfort muestra la secuencia clara de cómo fue desarrollando sus intereses, hace un recuento de cómo trabajó por años para llegar a los temas que ahora estudia. Estudioso de antropología, de historia, de cine, creador y participante en las obras gráficas, lector incansable, coleccionista de carteles, de películas, historiador de migraciones, de las drogas, del expresidente Cárdenas, editor consumado, generador de seminarios y docente de corazón: ése es Ricardo Pérez Montfort. Lean el libro, acérquense al personaje, entiendan su espíritu neorrenacentista: investigador, científico, escritor, creador de imágenes y letras, aquí está ese hombre polifacético que parece inalcanzable, pero aquí está. 

 

* Dirección de estudios Históricos, INAH.