Retrato del Mezquital

ENVIADO POR EL EDITOR EL Martes, 30/11/-0001 - 00:00:00 AM

Haydée López Hernández, Retrato del Mezquital. Antonio Rodríguez y la imagen del otomí en la modernización del Estado mexicano a mediados del siglo XX, México, Secretaría de Cultura / INAH / Dragón Rojo, 2023.


Rosa Casanova*

 

El libro presenta una investigación profunda sobre el trabajo que Antonio Rodríguez llevó a cabo en el Mezquital y el contexto en que el Mezquital de La nube estéril echó raíces en el imaginario de la región. A través de un epílogo, cuatro capítulos, una posdata, cuatro anexos y un mapa desplegable, Haydée López nos guía por la trascendencia del Drama del Mezquital, el referente literario empleado por su autor (el “Infierno” de Dante Alighieri), la estructura del montaje, el espacio y la representación como “testimonios ocultos”, y las estructuras de propaganda que encerraba la obra. En el epílogo, analiza películas y documentales sobre el Mezquital, entre las que destaca Etnocidio: notas sobre el Mezquital, que Paul Leduc documentó en 1977, y que fue mi primer acercamiento a la región: testimonio brutal de la escasez de agua y la pobreza extrema. Además, ofrece un conjunto de anexos que contextualizan la novela.

 

En una entrevista tardía, Rodríguez declaró: “Desde un principio México me cautivó por su dramatismo histórico”. A doce años de su arribo a Veracruz como refugiado, Rodríguez plasmó ese dramatismo en la narración de los males que aquejaban a los hñähñu. Acertadamente, la autora define el estilo literario de la novela como plano y predecible; agrego que en los reportajes su lenguaje y tono es el usual en la prensa, incluso sensacionalista.

 

A más de una amplia bibliografía de las publicaciones de Rodríguez, incluyendo los textos sobre el Mezquital publicados en diversos medios, y la transcripción de documentos históricos, en los anexos se reproducen los reportajes que aparecieron en las revistas Mañana y Hoy entre septiembre de 1951 y marzo de 1952, que incluyeron de manera prominente fotografías. La autora reproduce algunas impresiones de gelatina de plata que encontró en el Catálogo Otomí del Archivo Fotográfico de Etnografía del Museo Nacional de Antropología, de cuyas seiscientas doce imágenes seleccionó unas cuarenta. Un conjunto inédito y una aportación para los estudiosos de la etnia y de Rodríguez, posibilitada por la paciente labor de la autora.

 

Quiero poner el acento en el nexo que López Hernández traza entre la labor periodística de Antonio Rodríguez en torno al Mezquital, que resultó en La nube estéril, y las fotografías que recabó a lo largo de sus viajes y estancias. El corpus del libro de López Hernández comprende alrededor de cien imágenes (incluyendo nueve de los veintidós grabados que ilustraban la novela). Estas atestiguan cómo se labró la imagen de miseria y aridez, de un territorio alejado de las “bondades de la modernidad” promovida por el gobierno de Miguel Alemán.

 

Al inicio de la serie escrita para la revista Mañana entre septiembre y octubre de 1951, Rodríguez establece un primer acercamiento al Mezquital: “Un infierno que no conocía el Dante [...] A tres horas de distancia de la Ciudad de los Palacios, en una tierra inclemente y sin entraña, viven 50 mil otomíes a quienes la miseria, el hambre y la enfermedad están diezmando sin piedad”. Allí mismo se establece como autor del texto y de las fotografías, algo poco usual en el ámbito periodístico donde se dividían esas tareas. El fotógrafo Rodrigo Moya, quien mantuvo amistad con Rodríguez, ha comentado sobre el ambiente de las publicaciones de Regino Hernández Llergo y la negociación que los fotógrafos debían establecer para la edición de las imágenes que se podían o querían incluir. Como podemos imaginar, la opinión del fotógrafo no era el eje rector.

 

Mañana fue una publicación influyente en el ámbito político y, como todas las revistas editadas por Hernández Llergo y su primo José Pagés Llergo, concedió un espacio importante a la fotografía documental, dando crédito a los fotógrafos. Recordemos que unos cuatro años antes Rodríguez había auspiciado en la revista la Exposición de Fotógrafos de Prensa, donde se planteó la dignificación del trabajo realizado por el gremio.[1] Coinciden entonces la colaboración usual del portugués con la revista, la cual apoyó la campaña iniciada por el gobernador en turno de Hidalgo para incidir en las condiciones del Mezquital, y el proyecto de integración y modernización de las comunidades indígenas delineado por el gobierno federal. Es importante señalar que no se trata, como se podría pensar, de una denuncia contra el gobierno; por el contrario, se pretende avalar y promover su intervención.

 

Rodríguez gozaba ya de prestigio como crítico de arte, pero fue introducido en la serie como un “reportero sensible a todas las palpitaciones del pueblo”. Una alusión quizá a su trayectoria comunista que lo debía hacer perceptivo a las causas sociales. En ese caso su objetivo, como declara en varias de las entregas, fue despertar las consciencias de los hombres que “viven en la comodidad del siglo XX”.

 

En 1951 colaboraban en la revista autores como Faustino Mayo o Nacho López, quien en noviembre del año anterior había publicado el fotoensayo Noche de Muertos, donde resaltaron sus cualidades compositivas y técnicas. Rodrigo Moya relata que Antonio Rodríguez fue un “buen aficionado” que conocía bien los aspectos técnicos y de contenido. Si bien tuvo en algún momento un laboratorio, generalmente otros imprimieron sus fotos. Debió ser exigente, porque las impresiones recuperadas por López Hernández, aparentemente en formato 8” × 10” muestran calidad. Se aprecia que domina el “sol a plomo” hidalguense —como lo llama—, obteniendo detalles a pesar de los fuertes contrastes, o juega con las sombras. Emplaza la cámara según el sujeto y el acercamiento que desea plasmar: utiliza la contrapicada para dignificar; se coloca en el mismo plano que los niños; o coloca la mira de manera que sugiera un intercambio entre pares. Crea complicidades que con frecuencia resultan en sonrisas.

 

Para su comprensión del medio debieron ser decisivos su práctica como dibujante y el intercambio con los fotógrafos entrevistados durante el certamen fotográfico de 1946, pero sobre todo el trabajo con artistas plásticos y su admiración por el muralismo en sus diversas vertientes formales. Dada su historia de vida y sus preferencias plásticas, es evidente que defiende un arte nacional, quizá nacionalista, que sustenta sus construcciones visuales.

 

La autora asume que fue él quien seleccionó y editó las imágenes, que ella considera un fotoensayo, a la manera de las revistas estadounidenses de la época filtradas por la experiencia mexicana. Ciertamente, la diagramación concede espacio a las imágenes: algunas llegaron a ocupar la página completa. En su mayoría muestran a otomíes en harapos, cargando cántaros de agua o trabajando el ixtle. Considero que habría que revisar con cuidado las seis entregas y compararlas con los trabajos de sus contemporáneos. Mi impresión es que el texto predomina y guía la lectura de las imágenes, en detrimento de ellas. Varias resultan poderosas, pero están sometidas a los pies de foto para su interpretación. Texto e imagen son exaltados, con una retórica que apela a las emociones de los lectores. Con esta operación, Rodríguez las convierte en propaganda, en discrepancia con su objetivo de “promover la fotografía como medio de información autónomo”, como escribió Monroy. Sin duda el binomio foto-pie de foto es central en la prensa ilustrada, pues contextualiza la imagen. Mi reparo —y creo que también el de la autora— es con el tono. Por ejemplo, en la foto de una persona en camilla, dice: “¿Es un herido grave?, ¿un hombre atacado de tifo?, ¿un muerto? Puede ser una u otra de esas tres cosas. Pero poco importa lo que sea. En su tremendo realismo, es un cuadro que se exhibe con harta frecuencia en el infierno del Mezquital” (p. 263).

 

Al revisar las imágenes que no se publicaron, se obtiene un panorama más incluyente, menos áspero, en sintonía con los cambios que se estaban fraguando en la fotografía antropológica que, en palabras de la autora, proponía “registros dinámicos que enfatizaran la presencia del sujeto en su entorno cotidiano y de sus rasgos culturales (el vestido, el peinado, las artesanías y las costumbres) para visualizar su cultura” (p. 74). Me intriga la selección que hizo Rodríguez para la serie en Mañana, pues hay fotografías donde es evidente la complicidad entre los sujetos y el fotógrafo; hay sonrisas a pesar de la pobreza y se observan otros sujetos en mejores condiciones materiales; así como escenas de actividades que testimonian el trabajo y se abren al cambio.

 

La estrategia de la serie fue establecer la veracidad de la narración: Rodríguez estuvo allí y fue testigo del sufrimiento de los otomíes, del “desprecio del ‘blanco’”, de las injusticias, de las carencias de salud, etcétera. En 1946 escribió que el fotoperiodismo era “la decisión para asir oportunamente el suceso que se produce en un instante fugaz; [...] la capacidad, en fin, para ‘agarrar’ un hecho de la vida” (p. XX). Sin embargo, la mayoría de las imágenes del Mezquital no son instantáneas, sino “escenas consensuadas”, dirigidas por el fotógrafo Rodríguez para reunir los datos visuales que sustentaran su discurso.

 

La condición testimonial ha sido la razón de ser del fotoperiodismo y, a la vez, su quiebre: hoy tenemos claro que se trata de una interpretación de lo que el fotógrafo ve (o quiere ver) y, como tal, una construcción. Esto no significa condenarla, sino conceptualizarla desde otra perspectiva, donde el axioma veracidad no constituya el centro de su lectura. Quienes hemos trabajado con imágenes de prensa sabemos que ha sido una poderosa herramienta para la consolidación de identidades y del nacionalismo o, por el contrario, para su cuestionamiento.

 

Llaman la atención los cuidadosos encuadres de la arquitectura colonial de la zona que se pueden apreciar en el mapa desplegable: Rodríguez sabe dar volumen y transmitir su sobria monumentalidad, mientras son escasas las imágenes que aluden a la ritualidad, como si este aspecto fundamental en la fotografía de las comunidades indígenas no existiera en el Mezquital. Tampoco registró el trabajo agrícola para obtener la fibra del ixtle, sólo su procesamiento. En este tema me refiero a dos cuestiones: las artesanías como prueba de la civilización de los otomíes y su valor de cambio al ser comercializadas, uno de los proyectos de las diversas instituciones que operaron en la región en aquellos años y que López Hernández analiza con detalle, proporcionando datos para comprender la revaloración de estos objetos en la tensión entre los puristas que deseaban “mantener la supuesta autenticidad” y la necesidad de mejorar y actualizar la producción. No hay que olvidar que desde el carrancismo se auspició esa veta que hacía coincidir a las llamadas artes populares con la identidad nacional.

 

Otro de los aciertos de Retrato del Mezquital es la relación que la autora pudo establecer entre las fotos de Rodríguez y los grabados de Fernando Castro Pacheco. Si bien se trata de un artista con una trayectoria en la ilustración de libros y en el Taller de Gráfica Popular, su obra parece aportar poco a la novela. Subraya la condición miserable, lastimera de la etnia en la región recurriendo a trazos de inspiración expresionista que no llegan a conformar composiciones que compitan con las imágenes de Rodríguez, como nos muestra Haydée al confrontar ejemplos del grabado con la foto que sirvió de inspiración. Me pregunto si la decisión se basó en la traslación que el propio autor había hecho del aspecto testimonial del reportaje a la creación literaria, por lo que consideró necesario trasplantar la fotografía a una expresión plástica como el grabado, tradicionalmente asociado a la denuncia.

 

¿Cómo se ven los otomíes a través de los ojos de Rodríguez? Al inicio la autora señala que La nube estéril “explota la imagen del Mezquital común entre la intelectualidad desde la década de los años treinta en torno a los indígenas en general, sobre todo en el discurso de la educación indígena”. Yo remitiría también a los años veinte y el Departamento de Escuelas Rurales en la SEP, de Puig Casauranc, donde se promovió el conocimiento de técnicas agrícolas y talleres artesanales. De cualquier manera, se trata de iniciativas que pretenden homogeneizar la heterogénea población del país. La autora las compara con la espinosa interpretación de “lo indígena” en el ámbito de la antropología; sostiene que desde los años veinte del siglo XX “se consolidó una noción del indígena como un sujeto naturalmente sumido en la pobreza”, especialmente el del Mezquital, que se definía como una de las zonas más pobres del país. La operación llevada a cabo por Rodríguez refleja, nos dice, las “preocupaciones y proyectos del gobierno” a mediados del siglo pasado. Por ello intervinieron diversas instituciones, iniciando con la Misión Cultural Permanente de Acopan en 1929, de Carlos Basauri. Para 1940, el Mezquital era “una de las zonas indígenas emblemáticas para los proyectos modernizadores del Estado y las instituciones indigenistas”, y en junio de 1951 se anunció el Patrimonio Indígena del Valle del Mezquital; pocos meses antes, Rodríguez había presentado ocho notas sin imagen en El Nacional, que anunciaban los temas que desarrollaría en Mañana y que lo debieron obligar a visitar la región (“Con los otomíes del Mezquital en una tierra sin clemencia”, enero y febrero de 1951).

 

Dejo de lado temas importantes de la investigación que se expande para contextualizar y comprender La nube estéril, y su proceso de resignificación. Porque en cada una de las aristas exploradas, López Hernández va develando capas de significados que la acercan a su objetivo: comprender no una verdad, sino la trama que sustentó el éxito de la novela en nuestro país y el extranjero (hubo traducciones al alemán, eslovaco y ruso, más al hñähñu).

 

Cuando vi por primera ocasión el libro, me intrigó el uso de retrato en el título. Después de leerlo, entendí la narrativa textual y visual que encierra, a la vez que es reflejo e interpretación de la operación realizada por el exiliado portugués entre 1951 y 1952. Una suerte de juego de espejos entre el retrato del Mezquital delineado por el autor, donde los sujetos incluidos en la serie de reportajes figuran como símbolos de la condición de los otomíes, y las lecturas de López Hernández. 

 

* Dirección de Estudios Históricos, INAH.
[1] Véase Rebeca Monroy Nasr, Ases de la cámara: textos sobre fotografía mexicana, México, INAH, 2010.