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La crisis de la Historia como ciencia. El despojo silencioso y autoritario de las relaciones sociales y materiales como fundamento común de la verdad

ENVIADO POR EL EDITOR EL Viernes, 10/10/2025 - 12:15:00 PM

Santiago Moreno Tonda*

 

1.

En mi experiencia como estudiante del Colegio de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), se mostró un presupuesto teórico asumido por la mayor parte de la comunidad académica, sobre todo en las áreas de historiografía y teoría de la historia. A saber: que la realidad histórica en sí misma carece de significado en la medida en que no es pensada por una conciencia. Así lo plantea Javier Rico en uno de los textos de cabecera de varias de las asignaturas en el que retoma la tesis de Raymond Aron: “El hombre no tiene realmente un pasado más que si tiene conciencia de tenerlo”.[1] En consecuencia, el sentido de la historia deviene una operación mental objetivada en una narración que “dota de significación a los acontecimientos –singulares y dispersos– de los que dan cuenta las fuentes o testimonios”.[2] Es decir, en un texto historiográfico.

 

Ciertamente, con el hecho de que el historiador produzca el pasado como “totalidad significante”, no se quiere decir que sea un proceso enteramente arbitrario, idéntico a la literatura de ficción. Sin embargo, en tanto que los hechos a los que remiten las fuentes sólo pueden ser “singulares y dispersos”, sin una racionalidad propia que los haga inteligibles, parecería que la única exigencia científica para el historiador es que contemple los elementos aislados en la síntesis narrativa y creativa que lleve a cabo.

 

Cada fuente sería una singularidad que ofrece posibilidades de interpretación infinitas, por lo que la coherencia o la racionalidad reposarían exclusivamente en la argumentación o en la explicación del intérprete. De ahí que, para esta concepción, el valor historiográfico radique en su dimensión cultural, en los “sistemas simbólicos” con los que el historiador dota de sentido a las fuentes caóticas.

 

En efecto, la verdad histórica radicaría no tanto en una realidad a la que remiten las fuentes, sino en su simbolización, la cual está sujeta a la contingencia histórica de la cultura de las sociedades. Por tanto, en la disciplina de la historia sólo se podría hablar de “pretensión de verdad”, o de “verosimilitud”, mas no de verdad universalmente válida. Adoptando esta postura, varios profesores enseñaban que “no se puede privilegiar un método por encima de otros”, o, francamente, que “la verdad no existe”.

 

Al asumir esta perspectiva que desplaza la racionalidad o inteligibilidad de la historia de su referencialidad objetiva hacia su característica narrativa, los historiadores o teóricos de la historia conciben la teorización de su quehacer como “una labor de reflexión y análisis sobre el conocimiento histórico y no sobre la realidad o el acontecer histórico en sí”.[3]

 

Si se parte de que “no puede haber nada en la realidad del pasado que permita dotarlo de significabilidad presente”,[4] resulta más oportuno pensar en los recursos ideológicos, morales, estéticos y lingüísticos, con los que el historiador lleva a cabo su síntesis. Al mismo tiempo, la realidad pasada cobra mayor interés por las formas en las que ha sido construida (discursivamente), por las formas de conciencia. Es decir, la disciplina histórica se vuelve “autodescripción” o “autorreferencial”.[5] Como afirma Fernando Betancourt: “La perspectiva autorreferencial […] define el hecho de que la unidad de los sistemas (la historiografía misma como sistema de comunicaciones) descansa en sí misma y no en algo externo al sistema”.[6]

 

Este presupuesto no sólo se encuentra en los académicos de la UNAM que hemos citado, en realidad, es la corriente historiográfica hegemónica en el ámbito nacional y posiblemente en el mundo occidental.

 

En México, la revista Historia y Grafía ha fungido como el espacio de publicaciones periódicas más importante para la teoría de la historia y donde se ha impulsado con mayor ímpetu la insignificabilidad del pasado. Según uno de sus fundadores, Alfonso Mendiola, la línea editorial de la revista ha consistido en poner en duda “la existencia del pasado como algo independiente de las formas en que se representa en la narrativa histórica”.[7]

 

En este espacio también han aparecido intervenciones de historiadores de múltiples instituciones, como Guillermo Zermeño de El Colegio de México, quien concibe la disciplina histórica como un discurso que desea e imagina un objeto ausente “que adquiere existencia al momento de nombrarlo”.[8] El mismo Mendiola, académico de la Universidad Iberoamericana, ha sido uno de los teóricos más representativos de esta postura, insistiendo en que el pasado es “inaprehensible” puesto que “se ha ido para siempre”.[9] Por tanto, el historiador debe imponerle un sentido según criterios determinados históricamente y su única tarea sólo podría consistir en “relativizar todo”, en mostrar cómo ninguna teoría es universal, sino que es una mera “función” de una estructura simbólica contingente.[10]

 

Antonio García de León, Miembro de Número de la Academia Mexicana de la Historia, también ha adoptado esa postura. Aunque protestó contra la identificación entre la historia y la ficción declarando que el historiador no “inventa” los acontecimientos, sino que los descubre, también afirma que los “crea” con recursos literarios.

 

Según esto, la historia no sería una ciencia sino una forma de relato que cambia sin cesar en cada interpretación y tanto la verdad como la realidad serían absolutamente relativas. Para García de León, “la interpretación no depende del campo de acontecimientos, la interpretación depende del itinerario de cada historiador”.[11] Por tanto, sería ingenuo plantear la posibilidad de análisis totalizantes que descubrieran una inteligibilidad, pues el carácter racional y sintético le vendría al pasado por la elección del analista.

 

A partir de esta concepción, el autor de Tierra adentro, mar en fuera, aconseja a los historiadores de nuevas generaciones desarrollar formas narrativas innovadoras: “no solamente en la vida sexual, yo creo que también en la vida histórica hay que romper las barreras de género. Y esto es revolucionario y lo recomendable en el sentido de que el mundo está cambiando muy rápidamente”.[12]

 

Igualmente, podemos afirmar que la mayoría de los autores que escribieron en Ecos de Historia, ¿para qué?, parten de un consenso en torno al carácter necesariamente caótico e irracional del pasado. Así, numerosos historiadores de varias generaciones que han tomado la pluma para actualizar la pregunta por el sentido del oficio de la historia dedicaron sus esfuerzos a recalcar el carácter relativo y plural de la historiografía y a cuestionar toda pretensión universalizante.

 

De ahí que se opongan fervientemente contra cualquier discurso unificador, especialmente contra el nacionalismo.[13] Para Alfredo Ávila, si “los relatos sobre el pasado son producciones históricas, podemos abrazar la versión de que cualquier narración puede aceptarse”, y, por lo tanto, continúa, se podrá decir que la historiografía “tampoco puede llegar a la verdad”.[14]

 

En el mismo sentido, Clementina Battcock parte de que “los hechos históricos en sí son irrecuperables –en realidad, ni siquiera son susceptibles de ser expresados– y lo que nos llega de ellos es sólo una narrativa”.[15] De esta premisa, la historiadora deriva que su disciplina debe aproximarse a la pluralidad de significaciones, pero, al mismo tiempo, intercambiables y equivalentes entre sí para propósitos científicos. Respetar esta heterogeneidad y homogeneidad simultáneas, para Battcock significa integrar a la disciplina histórica en una virtuosa y loable labor que apunta a “construir nuevas relaciones respetuosas y dignas para la diversidad humana”.[16]

 

Elisa Cárdenas también hace hincapié en la “democratización del sujeto histórico”, en el reconocimiento igualitario de tantas agencias y voces que surjan en la historia como una de las tareas de la historiografía.[17] Incluso, va más allá y se aventura a cuestionar la clave antropológica de la significación, proponiendo pensar la historia “en función del planeta y su relación con la especie humana, y no ya de la sola especia humana”.[18] El texto de Luciano Concheiro San Vicente y Ana Sofía Rodríguez Everaert, aunque hace señalamientos singulares que abordaremos a continuación, también sugiere desplazar al ser humano como centro de la reflexión histórica para incluir al planeta Tierra y a las otras especies.[19]

 

El artículo de Sebastián Plá lleva esta tarea de la investigación histórica al ámbito de la enseñanza de la historia, sosteniendo que la labor docente debe consistir en “enseñar a leer y narrar el mundo de una forma compleja, plural y estética”.[20] Tanto la formación de los alumnos en una historia común de la nación o la humanidad, como el manejo e interpretación de fuentes primarias, serían relegadas como objetivos pedagógicos fundamentales para dar lugar “al gozo de contarnos historias por el simple hecho de relatar y escuchar una narración”.[21]

 

La experiencia de la pluralidad de relatos llevaría a que los alumnos se encuentren con la “alteridad” y se reconozcan a sí mismos y al otro como seres únicos, independientes e irrepetibles. La escuela como espacio democratizador pondría en cuestión y rompería los lazos comunes e identitarios, como el seno familiar o la nación, para dejar únicamente la igualdad basada en la unicidad de cada individuo que elije su propio pasado. Así, Plá aboga por “una historia que ofrezca diversidad de contenidos y narrativas ajenas a las realidades de los estudiantes para que, en la medida de lo posible, elijan libremente los pasados que quieren heredar”.[22]

 

También el texto de Mauricio Tenorio es significativo de esta postura, pues responde a la pregunta “Historia, ¿para qué?” desde la intrascendencia de la narración, que encuentra su fin en sí misma, en el “deleitarse” en su escritura y lectura. Al mismo tiempo, el historiador se confronta con las presuntas, “peligrosísimas historias cuyo para qué es el nacionalismo”, por lo que la historiografía tendría que hacer un “autoexorcismo” que se desprenda “de las minas sembradas con la pala y la dinamita de la historiografía nacionalista”.[23] Para Tenorio, el discurso histórico de la Cuarta Transformación sería representativo de esta peligrosa corriente porque, supuestamente, idealiza e inventa al pueblo de México como actor de la historia para legitimar un poder político. Por ello, sugiere que “hay que huir del pueblo cual para qué de la historia”.[24]

 

Finalmente, podemos apreciar la misma premisa teórica en el ámbito historiográfico internacional. El reciente libro de Mariana Ímaz-Sheinbaum, Narrativas históricas: construibles, evaluables, inevitables, galardonado por la Red Internacional de Teoría de la Historia y por la Comisión Internacional para la Historia y Teoría de la Historiografía (INTH y ICHTH por sus siglas en inglés), busca demostrar que “el historiador no detecta una estructura en las fuentes, sino que impone un orden en los sucesos y en la información”.[25]  Las fuentes serían meros “estímulos” para la creatividad del investigador, análogas a un “conglomerado de átomos” sin relaciones propias.[26] Esta imposición creativa y única del historiador tendría por fundamento las estructuras cognitivas que inconscientemente motivan a la organización de la “materia prima”. Mariana Ímaz denomina “metafísica del pasado” a la perspectiva que afirma, por el contrario, la existencia de una realidad independiente del investigador y significante por sí misma que pueda ser representada o reconstruida.[27]

2.

En esta situación ha quedado en suspenso el sentido del quehacer de los historiadores; al diluirse en narrativas equivalentes, todas igual de significantes, ha dejado de ser evidente la especificidad epistemológica de esta disciplina y su contribución a la sociedad.

 

Mariana Ímaz busca resolver este problema explicando el carácter “evaluable” de las obras históricas en función de la novedad que ofrezca su comprensión del pasado y contribuyan a “cuestionar e incluso cambiar las formas en que vemos el mundo”.[28] Así, sugiere que el hecho de innovar en sí mismo constituye un valor epistémico que permite jerarquizar los aportes de las obras históricas.

 

Empero, el sentido de esta novedad sigue siendo indeterminado y no queda claro bajo qué criterios un cuestionamiento de los paradigmas establecidos es más acertado que otro. Por ello, la propuesta de Ímaz muestra que, al despojar al discurso de toda dimensión referencial, la forma narrativa carece de orientación y no le queda más que postular la diferencia formal de sí misma como único principio regulatorio de su desarrollo. La autora redunda en una fascinación tautológica por lo “nuevo”, por las preguntas, conexiones y perspectivas “nuevas e interesantes” que ofrecen ciertas narraciones.[29] Sobra decir que son interesantes porque son nuevas.

 

Por otro lado, algunos historiadores han señalado que este escenario constituye una crisis de su disciplina y han buscado darle una salida, reconociendo que, paradójicamente, el argumento de la diversidad subjetiva de los sentidos coexiste con el destino totalitario que representa la posible extinción de la humanidad por guerra nuclear.

 

Ante la “crisis epistemológica” o “crisis de sentido”, Luciano Concheiro y Ana Sofía Rodríguez sostienen que la metodología basada en fuentes, puede contribuir a “dar sentido y afianzar identidades colectivas”.[30] Proponen una historia de espíritu universalista que integre todas las voces en una organización incluyente, que descubra los “lugares de encuentro” que se muestran en las crisis del mundo globalizado.[31] Rodrigo Martínez Baracs también expresó su preocupación y aseveró que “la búsqueda y defensa de la verdad y de la racionalidad por los historiadores y los científicos es nuestra única esperanza como especie”.[32]

 

María Alba Pastor es otra historiadora que ha advertido la “crisis de la Historia” o “crisis de la historiografía”, caracterizada por declarar la imposibilidad de aproximarse a la realidad. Como solución, propone la recuperación del método crítico de Johann G. Droysen para alcanzar la fiabilidad de la narración histórica, al establecer la estrecha unidad entre la heurística y la hermenéutica. Es decir, la interpretación de los documentos estaría íntimamente condicionada por las posibilidades finitas que ofrece la valoración documental. De este modo, lograría proporcionar “las pruebas empíricas y lógicas” para representar lo acontecido y determinar también la “mayor o menor relatividad” de cada interpretación en función de estos criterios.[33]

 

Interesa resaltar que esta propuesta no deja de concebir el carácter relativo e histórico de la historiografía, pero agrega que es una relatividad relativa. Pastor no estaría concibiendo en términos absolutos o metafísicos la historicidad del discurso, pues sigue la misma premisa metodológica que subrayó el historiador Leo Kofler: “la propia oposición entre lo relativo y lo absoluto es relativa”.[34] Esto es, que reconoce a las fuentes históricas en su singularidad, pero postula también que sólo pueden existir en el interior de una conexión general con fenómenos no evidentes en una primera aproximación. De ahí que se requiera una “crítica” o una indagación por sus condiciones de posibilidad que dé cuenta de las mediaciones, superando así el aislamiento aparente de los hechos.

 

En contraste, vemos que la perspectiva de Ímaz o Mendiola se detiene en el momento inmediato de la investigación y lo vuelve un límite cognoscitivo insuperable, en lugar de verlo como una manifestación relativa y contingente, sujeta a los límites subjetivos y objetivos del investigador que deberá intentar superar en la medida de lo posible. Mejor dicho, afirmar la insignificabilidad del pasado y derivar de ello una equivalencia de sus narraciones, es un “metarrelato” que opera con términos absolutos al afirmar que, dada la apariencia dispersiva de las fuentes, debemos asumir su carácter fragmentario como cualidad objetiva y premisa universal de la historiografía. Esta es la noción absoluta de relatividad que emplea Mendiola cuando asevera que la radicalidad de la historia consistiría en diluir toda esencia o universalidad en un devenir de cambio perpetuo.[35]

 

Una segunda crítica que hace María Alba Pastor, pero que aparece apenas esbozada, consiste en que esta “nueva historiografía” ha tendido “a desconectar al sujeto, sus lenguajes y manifestaciones espirituales de la vida material”.[36] Este cuestionamiento se encuentra en estrecha relación con la propuesta de recuperación del método crítico de Droysen, ya que la absolutización de la fragmentación del pasado mediante la escisión tajante entre la heurística y la hermenéutica, es también la separación, oposición y subordinación de la materia de investigación a la creación narrativa del sujeto. Es decir, su enajenación.

 

Así como la interpretación debe encontrar su lógica en el objeto de estudio, la crítica de Pastor sugiere también que este trabajo del investigador habría de “descubrir el sentido profundo de los conflictos humanos”, y que este “sentido” sería reconstruido al mostrar la unidad entre la “vida material” y las “manifestaciones espirituales”.[37] Por tanto, la argumentación basada en las fuentes obedecería a la “lógica” sintética del movimiento real mediante el cual las fuentes y el propio historiador han llegado a existir. Vemos que María Alba Pastor aporta elementos para especificar la “racionalidad” o “sentido” que Luciano Concheiro, Ana Sofía Rodríguez y Rodrigo Martínez buscan reivindicar en la ciencia histórica contra su creciente disolución en el discurso narrativo.     

    

Esta observación crítica nos lleva a resaltar una de las consecuencias de la concepción que decreta el acontecer histórico como realidad insignificante o inaprehensible: la imposibilidad de dar fundamento a lo común. Si el sentido de la historia es una singularidad subjetiva, aislada e irrepetible, todo vínculo real queda imposibilitado de existir, no sólo entre el ser humano y el mundo, sino entre los propios seres humanos.

 

En lugar de ser una realidad vivida y compartida, los vínculos históricos se vuelven afinidades decretadas exteriormente por un académico que, al mismo tiempo, prohíbe la reflexión en torno a la historia de los pueblos como una génesis real, producida en el devenir de su acción práctica. En su lugar, el académico narrativista piensa solamente relaciones entre entidades aisladas, cuyas conexiones serán solamente discursivas e impuestas, como subraya Mariana Ímaz.

 

Así, por más que este enfoque sea presentado como una empresa democrática, lo que subyace tras la supresión de la dimensión objetiva del sentido es un despojo silencioso y autoritario de las relaciones sociales y materiales como fundamento común de la verdad. Misma que posibilita la asociación entre individuos por garantizar una eficacia práctica para su reproducción como sociedad. Es decir, la verdad posibilita la acción común de los seres humanos. Pero, además, el acaecer histórico resulta ser la génesis del presente: el proceso que lo ha gestado y cuyo examen ofrece las condiciones de posibilidad de la realidad contemporánea, que implican también el develamiento de su vigencia o condiciones para su transformación. Por tanto, afirmar la imposibilidad de aprehender el pasado también es decretar la imposibilidad de cambiar el futuro.

 

* Historiador, UNAM. Este texto tiene como base la introducción a la tesis: “El contexto histórico de la Crítica de la razón dialéctica de Juan-Paul Sartre”, presentada en el Colegio de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras, con la asesoría del Dr. Jorge Armando Reyes Escobar, en abril de 2025.
[1] Citado en Javier Rico Moreno, “Análisis y crítica en la historiografía”, en Rosa Camelo y Miguel Pastrana (eds.), La experiencia historiográfica. VIII Coloquio de análisis historiográfico, México, UNAM, 2009, p. 200.
[2] Ibidem, p. 203.
[3] Rebeca Villalobos Álvarez, “Filosofía, teoría o metodología de la historia. El caso de Metahistoria de Hayden White”, en Pilar Gilardi González y Martín F. Ríos Saloma (coords.), Historia y método en el siglo XX, México, Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, 2017, p. 183.
[4] Fernando Betancourt Martínez, “La poética de la historia como ironía: constructivismo, observación y valor reflexivo”, en Historia y Grafía, Universidad Iberoamericana, año 28, núm. 55, julio-diciembre 2020, p. 75.
[5] Alfonso Mendiola, “El trabajo de duelo interminable: lo que se ha ido para siempre”, en Historia y Grafía, Universidad Iberoamericana, año 31, núm. 62, enero-junio 2024, p. 256.
[6] Fernando Betancourt, op. cit., p. 59.
[7] Alfonso Mendiola, “Reflexiones sobre los 25 años de Historia y Grafía. 1989: una época de escepticismo”, en Historia y Grafía, Universidad Iberoamericana, año 27, núm. 54, enero-junio 2020, p. 325.
[8] Guillermo Zermeño, “Volver a Hayden White: algunas reflexiones”, en Historia y Grafía, Universidad Iberoamericana, año 28, núm. 55, julio-diciembre 2020, p. 29.
[9] Alfonso Mendiola, op. cit., 2024, p. 235.
[10] Ibidem, p. 238.
[11] Antonio García de León, “El lenguaje de la historia: una construcción literaria de lo real”, conferencia presentada en la vigésimo sexta edición del ciclo “Historia, ¿para qué?”, impartido vía remota por la Academia Mexicana de la Historia, 30 de agosto de 2023. Consultado en Academia Mexicana de la Historia, AMH EN VIVO / El lenguaje de la historia: una construcción...; con el Dr. Antonio García de León, 30 de agosto de 2023, recuperado de https://www.youtube.com/watch?v=_zEC14jUXZU&list=PLzxZcgbIVWftB6Vq0DdeCd99AsSlkTAfK&index=7 [consultado el 3 de enero de 2025]
[12] Idem.
[13] El rechazo al nacionalismo por parte de los historiadores va acompañado de un concepto de nación que concibe a este estatuto social como un producto del discurso o la imaginación. En ese contexto, la noción de “comunidad imaginada” la define Benedict Anderson como la totalidad de los miembros de un grupo empíricamente inaccesibles, por lo que el conjunto está realmente ausente y su presencia sólo puede darse como representación o símbolo en la conciencia. En este sentido, solamente una aldea o una agrupación cuya escala permita la percepción empírica de todos por cada uno tendría un fundamento ontológico. Véase Benedict Anderson, Comunidades imaginadas, trad. Eduardo L. Suárez, México, FCE, 1993, p. 23. Siguiendo a Anderson, historiadores contemporáneos operan con el mismo concepto, como Tomás Pérez Vejo, quien sostiene que “una nación es sólo la fe en un relato”; Tomás Pérez Vejo, México, la nación doliente, México, Grano de Sal, 2024, p. 26.
[14] Alfredo Ávila, “Historia para cuestionarnos, para confrontarnos”, en Alfredo Ávila, et al., Ecos de Historia, ¿para qué?, México, Siglo XXI, 2023, p. 36.
[15] Clementina Battcock, “La noción de historia en la historiografía novohispana de tradición indígena: apuntes y desafíos”, en Alfredo Ávila, et al., op. cit., p. 42.
[16] Ibidem, p. 57.
[17] Elisa Cárdenas Ayala, “Historia, ¿para quién?”, en Alfredo Ávila, et al., op. cit., p. 100.
[18] Ibidem, p. 95.
[19] Luciano Concheiro San Vicente y Ana Sofía Rodríguez Everaert, “Crisis e historia”, en Alfredo Ávila, et al., op. cit., pp. 122-123.
[20] Sebastián Plá, “Enseñanza de la historia en la escuela, ¿para qué?”, en Alfredo Ávila, et al., op. cit., p. 193.
[21] Ibidem, p. 194.
[22] Ibidem, p. 210.
[23] Mauricio Tenorio Trujillo, “De la útil inutilidad de la historia”, en Alfredo Ávila, et al., op. cit., p. 254.
[24] Ibidem, p. 260.
[25] Mariana Ímaz-Sheinbaum, Historical Narratives: constructable, evaluable, inevitable, Nueva York, Routledge, 2024, p. 6 (traducción propia).
[26] Ibidem, p. 68.
[27] Ibidem, p. 44.
[28] Ibidem, p. 134.
[29] Ibidem, p. 132.
[30] Luciano Concheiro y Ana Sofía Rodríguez, op. cit., p. 115.
[31] Ibidem, p. 124.
[32] Rodrigo Martínez Baracs, “Historia, ¿para qué? Cuarenta y cuatro años después”, en Alfredo Ávila, et al., op. cit., p. 160.
[33] María Alba Pastor, “La heurística y la hermenéutica históricas en tiempos de la posverdad”, en Revista de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, no. 3, junio 2020.
[34] Leo Kofler, Historia y dialéctica, trad. José Luis Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu, 1973, p. 52.
[35] Alfonso Mendiola, op. cit., 2020, p. 324.
[36] María Alba Pastor, op. cit.
[37] Idem.