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Llegaron al rancho niños, mujeres y ancianos

ENVIADO POR EL EDITOR EL Viernes, 10/10/2025 - 12:15:00 PM

Carlos San Juan Victoria*

En memoria a Margarita Nolasco, maestra de muchos.

 


Saúl Escobar, Delia Salazar, Emma Yanes, Carlos Melesio y Carlos San Juan al término de la presentación editorial: La fontera sur de México. Una mirada en retrospectiva. Dirección de Estudios Históricos, 10 de septiembre de 2025. Fotografía: Mariano G. Coronado.

 

Mi escasa objetividad cede ante el libro de Carlos Melesio Nolasco, nos arropa una larga amistad iniciada en la primavera de 1968 en la preparatoria 6 de la UNAM. Nos conocimos peleando y prevaleció el mutuo afecto y respeto. Fui beneficiado por su talante generoso y compartido, junto a otros amigos, en reuniones y comidas donde recuerdo las que hacíamos en 1994 en casa de su madre, la admirada antropóloga Margarita Nolasco, quien dejaba la computadora para prepararnos sabrosas cenas. A esas intrusiones, ya normalizadas, las bautizamos como el Seminario del Mollete.

 

Inicio mi comentario sobre el libro La frontera sur de Carlos Melesio Nolasco, leyéndoles un fragmento que me conmovió. Dice así.

 

Estamos en 1979 en el municipio de Las Margaritas, Chiapas, México; un periodista se encuentra elaborando un reportaje acerca de la situación de campesinos procedentes principalmente de la región del Bajío, que fueron dotados de tierras y virtualmente abandonados, en la selva de Chiapas y Tabasco, en el marco de ciertos proyectos de colonización del trópico húmedo, los planes de la Chontalpa, Balancán, Tenosique y otros. La escena con la que se topa es trágica.

 

En el rancho de Poza Rica está siendo enterrada la esposa de don Toño, dueño del rancho, muerta por alguna enfermedad tropical, seguramente curable con remedios de la medicina moderna, y en pleno entierro empiezan a llegar al rancho niños, mujeres y ancianos en un estado verdaderamente lamentable. Provenientes de Guatemala, de donde emprendieron la huida, han estado internados en la selva durante varios días, comiendo lo que les sale al encuentro en el camino y por supuesto, aterrorizados por no saber verdaderamente en qué lugar preciso se encuentran ni cuál es el paradero de gran parte de los miembros de su familia.[1]

 

La mirada en retrospectiva de Carlos Melesio sobre el sorpresivo arribo de guatemaltecos al territorio mexicano es un ejercicio de memoria y también de historia. Coloca al centro a los prófugos de una guerra de exterminio y a la vez trata de evocar un tiempo ido muy importante y complejo ocurrido en los años setenta y ochenta del pasado siglo en el sur de México, en Centroamérica y en el mundo. 

 

Ahí se enlaza, por un lado, la memoria de lo ocurrido en los campamentos para refugiados y también la reconstrucción del tiempo turbulento previo a la gran transformación neoliberal del mundo, de guerras civiles en las naciones centroamericanas, del surgimiento de un Tercer Mundo que luchaba por deshacerse de relaciones neocoloniales y de las confrontaciones entre las potencias mundiales de la guerra fría, a la vez que México iniciaba su propia y accidentada ruta hacia el neoliberalismo.

 

Los refugiados guatemaltecos antes enraizados en sus pueblos reparan en que de algo sirve la frontera, por ejemplo, para sobrevivir a las agresiones del ejército guatemalteco. México, nos comenta Carlos Melesio, repara en su frontera sur, muy poco atendida, y surge como una prioridad para empezar a marcar su línea soberana. La historia en minúsculas de localidades, familias, y sus memorias, se conecta con la historia en mayúsculas de un mundo que se rehace. Ese es, creo uno de sus principales méritos. 

 

Paso a una segunda aportación del libro. Para tener una idea de quiénes eran los habitantes de esos campamentos leo una de las varias experiencias platicadas en este valioso libro, ocurrida en el campamento de La Gloria San Caralampio, en la Trinitaria, Chiapas, por cierto, creado a iniciativa del Comité Cristiano de Solidaridad de la Diócesis de San Cristóbal de las Casas, quien incluso compró la propiedad para que los refugiados pudieran vivir y trabajar la tierra, según nos informa el libro.  

 

Sus varios habitantes procedían del municipio de Nentón, en Guatemala, y cito:

 

[…] salieron prácticamente con lo que llevan puestos dejando en su pueblo todas sus pertenencias, incluyendo sus animales. ‘Como vimos los que está allá y por miedo salimos corriendo’. En la aldea dejaron todas sus pertenencias, cerdos, gallinas, algunas vacas, mesas, camas de carpintero. La casa quedó abandonada y cerrada, la quemó el ejército, construidas con láminas de zinc y con apenas un año de haber sido compradas.[2]

 

La gran migración de ese periodo fue resultado de la estrategia militar de “tierra quemada” que destruyó pueblos y municipios de la frontera nororiente guatemalteca, y ejecutada por los “kaibiles”, comandos entrenados por el ejército de Estados Unidos para aterrorizar y exterminar a las poblaciones donde había arraigado la guerrilla o las organizaciones populares contrarias al gobierno oligárquico. Fue un genocidio como el de Gaza.

 

Y aquí les comento un amargo recuerdo personal. Juan Pablo, alias el Che Chico, un amigo de la prepa 6, culto, irónico, hijo de Alaíde Foppa, quien decía, “no me importa que hablen mal de mí, pero hablen”, luego de una ausencia de años, en junio de 1980, se pudo saber que fue capturado en el municipio de Nebaj en Guatemala por el ejército, pues era militante del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP). Lo desaparecieron. 

 

De ahí que a los campamentos llegaron familias desmembradas, pueblos desgarrados, regiones revueltas. El libro narra como en los campamentos las identidades pueblerinas fracturadas, el lenguaje maya en sus infinitas variantes y las religiones católicas y protestantes, rotos todos sus tejidos sociales previos, tienen que reinventarse. Es en esas condiciones que los campamentos se van a convertir en el espacio propicio para intentar una nueva vida en condiciones extraordinariamente difíciles. El espacio para rehacer, con un enorme esfuerzo anímico y material, sus vínculos básicos. Construir una comunidad de sobrevivientes.

 

Los campamentos son poblados multiétnicos en donde converge gente de muchas regiones de Guatemala y aprende a convivir; es común encontrar aquí iglesias que en diversos horarios y días celebran misas y ritos de variadas religiones sin conflicto alguno. […] Los refugiados eligen a representantes por poblado y también para una representación global, tal como la de las Comisiones Permanentes (formadas en 1987-1988), que son las que negocian las demandas generales con ambos gobiernos y con el ACNUR. Todo ello se lleva a cabo de manera tal que constituye un ejemplo de democracia y de autonomía étnica y pluriculturalidad verdaderamente inédito.[3]

 

En esa empresa para recobrar su condición humana estuvieron presentes instituciones mexicanas como la COMAR, o internacionales como la ACNUR quien les dio voz internacional, y de manera muy comprometida la Diócesis de San Cristóbal, los catequistas indígenas, las organizaciones civiles de derechos humanos y de ayuda, y, sobre todo, un ambiente que se estaba abriendo paso en el país y en Centroamérica, de organización popular, democrática y ciudadana.

 

Su resultado en algunos casos fue pasmoso, no sólo se rehacen como sobrevivientes en comunidad, sino acceden a reglas internas acordadas donde se recurre a las asambleas, a las consultas, hay un ambiente de deliberación, de reflexión y de organización del trabajo colectivo. De las familias y pueblos deshilachados surgen ciudadanos, células de convivencia democrática. Y su necesaria contraparte, las negociaciones con las instituciones de gobierno, la visibilidad pública y la confluencia con activistas religiosos y civiles. Y ese, insisto, es el segundo aporte del libro de mi tocayo.

 

El tercer aporte del libro es recuperar el comportamiento de una región que es Centroamérica a lo largo de estas décadas de los setenta y ochenta, donde se desata en diversos países la acentuación del conflicto entre oligarquías y luchas sociales, guerrilleras y políticas. En Nicaragua hay el combate militar a través de confluencias guerrilleras en el Frente Sandinista de Liberación Nacional que derrota a fuego al gobierno de Anastasio Somoza, y en el Salvador grandes convergencias entre múltiples actores militares y civiles, que abren caminos democráticos, negociados y de transición democrática efectiva, para derrotar a la oligarquía en las urnas.  

 

Sobre todo con el caso del Salvador, los frentes de liberación nacional y las organizaciones guerrilleras se convierten en detonadores de una apertura política y democrática, que en México serán bien aprendida, a juicio de nuestro autor, por el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional, donde el problema ya no es derrotar militarmente a un gobierno que en el caso de México, era  imposible dada la asimetría  enorme entre el ejército mexicano y la guerrilla zapatista, sino en el uso inteligente de su irrupción militar para abrir un proceso de negociación y diálogo sobre los derechos de la población más marginada del país, las poblaciones originarias. Y generar un ambiente nacional propicio a la apertura de procesos de diálogo que condujeran a nuevas reformas políticas.

 

Con esta recuperación memoriosa e histórica que hace mi tocayo, enriquece los muy variados afluentes de experiencias que fueron creando mentalidades, organizaciones, movimientos, y recursos para abrir vías pacíficas de transformación capaces de confrontar y derrotar a las oligarquías mexicanas, así como a la recolonización que provocó el neoliberalismo. La guerrilla, inmersa ya en oleadas civiles y populares anónimas y persistentes, es el detonador de una renovada apertura hacia una democracia no sólo de derechos electorales, sino de derechos civiles, sociales y colectivos.

 

Cierro mi intervención reconociendo el valioso aporte de Carlos Melesio para recordarnos que tanto las fronteras norte como la del sur en México atraviesan regiones culturales muy ricas en sus intercambios. En el caso de la frontera sur, desde las monarquías de los Habsburgo o de los Borbones, y luego, la delimitación que fracturó el trazo colonial con nuevas repúblicas mexicanas y centroamericanas, ambas reposaban sobre la gran región mesoamericana en su variante maya y que ahora abarcan cinco países, Guatemala, Belice, Nicaragua, El Salvador y Honduras.

 

Se trata de una frontera profundamente porosa pues Chiapas y Guatemala comparten similitudes fuertes. Cruzada por flujos de trabajadores de ambas naciones en busca de jornales en fincas y haciendas; que comparten religiones y en ocasiones lenguajes y costumbres. Y también por flujos comerciales ilegales como la trata humana, las maderas preciosas, las especies animales y vegetales valiosas en extinción, y obviamente la droga. Es una región devastada por relaciones de poder coloniales y capitalistas donde las naciones o se pliegan a la inercia histórica de la sobre explotación, o bien se amurallan como es la tendencia actual del primer mundo, o, por el contrario, crean puentes para lograr un desarrollo común y más humano, la gran esperanza del siglo XXI.

 

Tengo la impresión de que La frontera sur de México. Una mirada en retrospectiva, sin dejar de señalar errores y limitaciones, aporta un soplo de optimismo con la ejemplar experiencia que vivieron en algunos casos los refugiados en sus campamentos, y en los esfuerzos comunitarios, nacionales e internacionales por crear zonas de refugio en un tiempo de guerra.

 

* Dirección de Estudios Históricos-INAH. Texto leído en la presentación editorial del libro La frontera sur de México. Una mirada en retrospectiva, de Carlos Melesio Nolasco, el 10 de septiembre del 2025 en la Dirección de Estudios Históricos.
[1] La frontera sur de México. Una mirada en retrospectiva, de José Carlos Melesio Nolasco, México, FCE, Colección Antropología, 2025, pp. 76-77.
[2]  Ibidem, p. 95.
[3] Ibidem, p. 75.